En verano de 2020 estuve a las puertas de un burnt-out. En realidad, se veía venir. Llevaba desde final de junio como pollo sin cabeza, apagando fuegos y sacando el trabajo y la familia como podía. Se me juntaron varias cosas: a tope de curro, el peque, mudanza, múltiples decisiones por tomar, miedos que superar ante los nuevos retos que afrontábamos,… Lo había sufrido meses antes una amiga mía. Tuvo que coger la baja porque su cabeza ya no podía gestionar más estrés. Fue a finales de julio cuando fui consciente de lo que estaba pasando, paré en seco y desaparecí.
Lo primero que hice fue decidir que quería estar bien, feliz como siempre, disfrutar de la vida, de mi familia de mi trabajo… Por lo que me tomé mi tiempo para plantearme cuáles eran mis prioridades, a dónde me estaba llevando tantos quehaceres, tantos compromisos y tanto mirar fuera de mi. De todo lo importante que estaba en mi vida, mi familia estaba por encima de todo. Estaba dispuesta a dejarlo todo si con ello yo podría mejorar y, por tanto, mi familia ser feliz.
Ya superé con éxito la crisis del 2008, así que estoy preparada para la del COVID-19.
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Lo siguiente que hice fue largarme lejos, muy lejos de mi día a día, con mi familia por supuesto. Desconectar era el primer paso para poder «conectar» conmigo misma y encontrar la solución.
Leí mucho, escuché muchos podcast, trabajé con coachs que me guiaron para encontrar la manera en la que yo podría mejorar, salir de ese agotamiento mental, de ese estrés que me consumía, de esos niveles de cortisol que me estaban ahogando poco a poco.
El lugar elegido para escapar con mi familia tenía que ser sí o sí un lugar donde la Naturaleza estuviese muy presente. Solo el bienestar de contemplar sus paisajes, respirar profundo en ella y meditar al aire libre y en ese entorno de quietud podían por sí solos comenzar a bajar mis niveles de cortisol, de estrés y de ansiedad.
Tras dos semanas de desconexión y re-conexión con la Naturaleza y conmigo misma, volvía a ser yo. No solo eso, había vuelto, pero en esta ocasión, el haber parado «en seco» no solo había hecho mejorar mi salud, sino que además, me había permitido ordenar mis ideas, mis prioridades, analizar mis miedos,… para focalizar y tomar las riendas de mi vida desde el disfrute, desde la ilusión, desde el amor por todo lo que me rodeaba.
Me resultó curioso como el contacto directo con la Naturaleza podía sanar de manera tan maravillosa. Me hizo observar también como mi hermano, que está a «pie del viñedo» todos los días, nunca se veía estresado, ni con ansiedad, pocas veces se enfadaba y, para nada habría oído hablar del síntoma de la persona quemada o burn-out.
Pero lo que él sí sabe es la sensación de tranquilidad y paz que le da trabajar en el viñedo. La serenidad que las plantas le transmiten con su quietud, con su equilibrio, con su ritmo tranquilo. La sensación de libertad al estar en el campo, el bienestar que le proporciona el aire puro que respira allí. Tal vez eso justifica el gran amor y pasión que siente por la tierra donde se ha criado, por la que ha trabajado duro y donde ahora crece el viñedo que él mismo cuida.
Todo esto: mi experiencia con el estrés extremo del día a día en la cuidad y observar la actitud serena, alegre y relajada que mi hermano tiene en su día a día en el viñedo, me hizo ver claro cuál debía ser el propósito de nuestro Proyecto De Postín.
Y es que llevaba tiempo sabiendo que nuestro vino, además de ser un producto premium, de exquisito sabor y gran calidad, tenía que aportar algo más. Estaba obsesionada porque nuestro proyecto, al elaborar el vino, consiguiésemos que cuando llegase a nuestros clientes, a esa persona que lo eligiese entre los demás vinos, le proporcionase una experiencia especial, diferente, transformadora.